Es viernes por la tarde
y liberada ya de mis obligaciones laborales regreso a casa por el mismo camino donde de tanto
pasar se está formando un sendero.
Antes que anochezca quisiera comprarle el regalo a mamá
para entregarle el domingo en su día pero me retrasa el hecho de no saber muy
bien que cosa pudiera gustarle o hacerle falta.
Una posibilidad , pensaba hoy por la mañana , sería regalarle un lavarropas automático , con esto seguramente
la sorprendería , por otro lado algún comentario me hizo hace unos días respecto a que el suyo estaba
muy viejo, “que era de la época en que vivía tu padre” , fueron tal cual sus
palabras, lo recuerdo bien.
Otra alternativa que me ha estado rondando en la cabeza es
regalarle una computadora porque no tiene y , quien sabe digo yo , tal vez la entretendría al tiempo que la
obligaría a incursionar en algo nuevo .
Uno nunca debe pedir opiniones cuando no quiere recibirlas.
Les comento a mis hijos que casualmente han venido a pasar el fin de
semana por los mismos motivos y mis
ideas fueron masacradas.
El lavarropas, según ellos, no tenía sentido, ya que ella
no necesita algo tan grande y menos la
computadora pues a la abuela le gustan
otras cosas y solo iba a lograr
complicarle la vida.
En fin, luego de recibir sus comentarios lapidarios , tal vez con criterio , hice algo que siempre
aconsejo en mi oficina cuando se nos pierde una carpeta: me senté a pensar antes de salir a buscar otra cosa para obsequiar
a mamá.
Les adelanto , para que no sigan leyendo el relato si les
resulta aburrido, mis reflexiones no me
llevaron al resultado esperado y no es que mi vieja (así le digo yo de entrecasa) sea una persona complicada, todo
lo contrario.
Ocurre que el pensamiento me desvió por otros andariveles, me hizo retroceder hasta épocas de mi infancia cuando para el
día de la madre le preparábamos en la escuela,
en la hora de labor o actividades prácticas, no recuerdo bien como se llamaba
esa asignatura, una manopla bordada a mano con punto yerba , o aquel llavero
pintado con plasticota de colores, o aquel cuadrito de madera barnizado que
colgaba luego en la cocina como si fuera un Picasso.
Y en cada regalo la vieja siempre exaltando el valor del obsequio, como si
fuera lo mejor del mundo, aunque en realidad era un mamarracho , valorando más
de la cuenta - siempre fue así - aquello
que era mínimo comparado a lo que ella hacía por nosotros.
Claro, y llego al final, lo que ocurre es que lo que a
una madre la emociona no es el tamaño del regalo sino el gesto, esa mínima devolución que nos redime frente a tanta torpeza filial.
No es fácil pensar
en un regalo para nuestra madre por la simple razón de que tamaño obsequio no existe.
Tal vez , si
queremos aproximarnos ,algo apropiado sería ,a mi entender , sorprenderla
con un regalo sin envolturas, solo nuestra voz
y algunas dulces palabras en su día.
María Cecilia Repetto
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